Con dos remos contamos para impulsarnos en el viaje de la vida, la razón y la fe, los que cuando trabajan en equilibrio armónico nos llevan en línea recta hacia adelante, y cuando no, nos estancamos desplazándonos en círculos interminables.
Una visión superficial de la ciencia y su método puede confundirnos y llevarnos a pensar que no reservan un espacio para la fe, pero si miramos con atención entendemos que todo el edificio del conocimiento humano está fundado en conjuntos de axiomas, es decir premisas que se toman como ciertas a pesar de no poder ser demostradas.
Algunos parecen ser evidentes e intuitivos como el “principio de no contradicción” que afirma que “una manzana no puede ser manzana y no manzana al mismo tiempo”. Otros se tornan tan oscuros como el dogma religioso más complejo, por ejemplo cuando definimos un punto como “una entidad con existencia pero sin dimensiones”.
Acompañando el progreso científico hemos desarrollado nuevos axiomas que nos llevaron a evolucionar desde el dualismo aristotélico a las lógicas plurivalentes de los universos cuánticos, pero en todos los casos, siempre surge primero la intuición del axioma en nuestra mente y a partir de ese acto es que podemos elaborar la construcción racional que sostiene su sentido.
Desarrollamos nuestra ciencia en un marco delimitado entre lo infinitesimal y lo infinito, sabiendo tal como lo confirmó Gödel que hay un más allá y un muy aquí que están fuera de su alcance. La razón y la fe son los rieles que construyen nuestra vía al entendimiento y tal como los rieles paralelos en una vía de tren, deben estar firmemente unidos y distanciados por durmientes tales como la inteligencia, el sentido común, la coherencia y la intuición.
Detenidos a un lado de la vía o caminando lentamente a lo largo de la misma nos podemos sentir más próximos a uno de los rieles, pero solo podemos avanzar raudos hacia el destino cuando montados en la locomotora viajamos sólidamente apoyados en los dos al mismo tiempo.
Prescindir de alguno de ellos implica limitarnos. Ser sabios exige tener fe en nuestras razones y saber dar las razones de nuestra fe, con el equilibrio justo para no convertir nuestra ciencia en religión o traicionarla llamando ciencia a lo que no surge de la estricta aplicación del método científico.
No es sencillo ya que también juegan un papel nuestras emociones, el miedo a lo desconocido, la necesidad de sentirnos seguros y frecuentemente nuestro orgullo e incapacidad de darnos una respuesta tan sabia como cualquier otra cuando es oportuna: “no sé”.
Quizás, un buen diagnóstico de la relación entre razón y fe lo haya hecho hace ya casi dos siglos Louis Pasteur, quien afirmaba que:
“Un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha ciencia nos devuelve a Él.”
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